Hace unos días un doctor me dijo que de las personas que uno más recibía sorpresas eran de esos que siempre están ahí, de los amigos más cercanos y que en los únicos que se podía confiar a ciegas era en la familia. Si bien es cierto la “familia” (o la mía al menos) es de confiar a ciegas, por ellos se entrega todo (o yo por lo menos). Pero los amigos también. Confieso que sentí inseguridad cuando escuché ese comentario, y luego un cuestionamiento: ¿Me tocaría vivir eso en años más? En realidad cuando uno menos lo espera las decepciones llegan sin avisar (ya lo he vivido). Y sin querer juzgar, tampoco pongo por completo las manos al fuego por esos amigos. De todos me espero una decepción, porque todos son humanos, es así de simple. Se lo comenté a la persona con la que cultivo la amistad más larga y fuerte de mi vida, y me dijo: “¿En que podría yo sorprenderte? Y si hay algo, yo sé que jamás lo haré”. Me quedé callada y trataré de asumir para mí misma, que esa situación puede llegar, y es mejor pensar en cómo afrontarla que omitirla como un “nunca jamás”.
Entonces, ¿No se puede confiar en nadie? Y quizás nadie puede confiar en ti también. Es una ruleta, una rueda que no para de girar, a quién le toca caerse con el otro...le toca. Y ojalá que ambas partes sepan que hay que entender, porque ahí está la clave de saber colocarse de pie o por lo menos sentir algo menos de dolor.
Que básico todo este escrito, es cómo un “Siempre lo supe”. Y casi todo lo que se escribirá aquí será así. Es más bien el recordatorio que te hace falta escuchar día a día, de algo que crees que “sabes”.
Creo que será eso, va tomando forma de forma en que no sé qué forma.
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